"Por primera vez sentí con los ojos que tocaba a mi hija"
Saraband. (2003)
Esta es una película a recetar a padres posesivos. A cualquier individuo o individua malsano que entienda las relaciones en clave de pertenencia. Surge del impulso de una mujer por reencontrar en su retiro familiar al que fué dieciséis años su marido, treinta años después.
Se habla de la crisis de los cuarenta pero normalmente se hacen más preguntas a los cincuenta, cuando ya las cartas están echadas y las energías menguadas para cambiar el curso de la historia. O en los sesenta, al término de la vida laboral y es el caso de la protagonista. Uno podría ver la vida pasar a través de los ojos de Liv Ullman, su extrema piedad ilumina el dolor del resto de personajes, sus conflictos y sufrimientos, desde una paz de Parca, mítica. Bergman hacía cine para ver a solas, de noche, en silencio, en secreto, como la contemplación de algún crimen emocional, no necesariamente sangriento. No conseguía admiradores sino cómplices contritos con un buen puñado de preguntas y desasiegos con los que vivir a la salida del cine. La vida es un trayecto imperfecto, solo disponemos de tiempo para perfeccionar las sarabandas de Bach y no son más que las partes fáciles. Hay algo terrible en el odio de un hijo hacia un padre, lo hay también en cargar a un hijo con la responsabilidad de ser la razón vital de un padre. Por fortuna para todos, los
personajes femeninos, siempre supervivientes, siempre en pos de la
libertad feliz hicieron y hacen las elecciones más acertadas. Tal vez Marianne, la protagonista, debía ver por sí misma los estragos de la paternidad mal entendida por omisión u obsesión para encontrar la conexión que le faltaba para enfrentar en paz el último tramo de su vida. Nunca se deja de aprender, obsérvese un recurso de Matrix (1999) empleado aquí por Bergman, de todos y de la verdad de uno mismo. Y nunca es tarde para cuestionar las propias decisiones y salir de dudas.
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