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martes, 5 de marzo de 2013

La fe es una casa con muchas habitaciones.

  

Life of Pi. (2012).


Esta historia fue primero novela de aventuras escrita por un canadiense, Yann Martel, al que da vida en la película Rafe Spall. Un escritor canadiense del Québec perdido en la India que fue francesa, el desde 1954 Territorio de la Unión de Pondichéry. La familia Patel tenía ideas propias de la nueva India más laica, regentaba un zoo en un jardín botánico y había nombrado al segundo de sus hijos Piscine Molitor en honor a la pureza de las aguas de una piscina pública francesa. El escritor recibe una pista a través de un amigo de la familia Mamaji, para volver a casa y conocer de primera mano (Irrfan Khan) la extraña singladura que marcó su adolescencia y el paso a su edad adulta. No es extraño que un taiwanés como Ang Lee se sienta próximo a contar una historia que habla de la convivencia que generan en los territorios colonizados los distintos credos, costumbres y usos vitales. La espiritualidad que el niño Pi descubre en su naturaleza apoyada por la madre (espléndida Tabassum Hashmi, conocida como Tabu, que ojalá el cine no indio explote más) no será sino el comienzo de una indagación sobre la naturaleza humana, animal y sus necesidades que vertebrará toda la vida del protagonista.
El tramo inicial de la India idílica recuerda mucho al Ang Lee de Sentido y Sensibilidad (1995). En realidad hay todo un esteticismo, un canto a la belleza visual que se prolonga a lo largo de toda la cinta donde se explota incluso en las circunstancias más adverso todo aquello que puede ser digno de contemplación.
Al interés religioso, por la lectura de Verne sigue la lectura de otro francés, Camus y el impulso erótico en la adolescencia cuando Suraj Sharma, el actor que soporta en sus jóvenes huesos todo el peso interpretativo de la cinta, conoce a Anandi poco antes de que su familia decida trasladarse con sus animales en barco hasta Winnipeg.
El ritmo de la película no es ni mucho menos oriental, fiel al espíritu aventurero es vertiginoso incluso en esos días de náufrago a la deriva oceánica. Es una película iniciática de aprendizaje constante. La digestión de un duelo, de la pérdida de casi todo, la puesta a prueba de la fe en una dinámica de crisis y exigencia constante para mantener siquiera la línea de la supervivencia, toda la fortaleza psíquica que eso requiere, el coraje en estado puro, todo eso que vive Pi nos conecta con los valores humanos que propugnaban los novelistas del XIX, no solo Verne sino también Dickens y luego Jack London. En definitiva, esa antigua literatura de ejemplos de madurez y de agallas ante la vida que ya no se recomienda pero que tanto se echa en falta en la educación de muchos de los adolescentes de hoy. Y una concepción del animal como compañero de viaje más que como miembro de reserva a proteger más sana que mucha palabrería bienpensante eco de nueva hornada.